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Sexo y destino Francisco Cândido Xavier

Francisco Cândido Xavier

 Sexo y destino, amor y conciencia, libertad y compromiso, culpa y rescate, hogar y
reencarnación constituyen los temas de este libro, forjado en la realidad cotidiana.
Mientras, amigo lector, después de la oración del bienhechor que se pronunció al
principio, no nos queda nada más que no  sea entregarte la narración que la Divina
Providencia nos permitió realizar, no con el exclusivo propósito de descubrir la
verdad, sino también con el de enriquecer nuestra experiencia.
No creemos que sea necesario aclarar que los nombres de  los protagonistas de esta
historia real han sido sustituidos por razones obvias y que la presente biografía de grupo
no pertenece a otros sino a los mismos que  nos permitieron redactarla, para nuestro
aprendizaje, naturalmente después de haber sido consultados.
Solicitamos también su permiso para decirte que no fue retirado un solo acento de
las verdades que acontecen en este relato y que conllevan la luz de nuestras esperanzas
y el amargo sabor de nuestras lágrimas.
 Tal como sucede entre los hombres, en el Mundo Espiritual que les rodea, el su-
frimiento y la expectación pulen el alma, disciplinando, perfeccionando, recons-
truyendo…
Cuando abandonamos el vestido físico, habitualmente imaginamos el paraíso que
las religiones nos presentan más allá de la muerte. Soñamos con el apaciguamiento
integral de los sentidos, con el acceso a una alegría inefable que nos haga olvidar todo
recuerdo que suponga una llaga mental. Pero, atravesada la frontera de la ceniza, nos
enfrentamos realmente a la responsabilidad inevitable, ante el reencuentro con nuestra
propia conciencia.
La vida humana, al tener continuidad natural en el más allá se asume de dos formas
distintas. Difieren el entorno y las apariencias; mientras tanto la lucha de la per-
sonalidad, de un renacimiento a otro en la tierra, supone una dura lucha en dos fases.
Anverso y reverso de la experiencia. En la cuna se inicia, en la tumba se desdobla.
Con rarísimas excepciones a la regla, solamente la reencarnación consigue
transfigurarnos de manera fundamental.
Dejamos en la tumba la seca envoltura y transportamos con nosotros a otras
esferas, en la misma ficha de identificación personal, los ingredientes espirituales que
cultivamos y atrajimos.
Inteligencias en evolución en la eternidad del espacio y el tiempo, los espíritus alojados
en la morada terrestre, al abandonar el ropaje de materia más densa, se parecen, figurada-
mente, a los insectos. Hay larvas que al salir del huevo revelan su condición de parásitos,
en tanto que otras se transforman, de inmediato en mariposas de prodigiosa belleza,
ganando altura.
Encontramos criaturas que se separan de la envoltura carnal, entrando en largos
procesos obsesivos, los cuales se mueven a costa de fuerzas extrañas, al lado de otras
que, de pronto, se elevan primorosas y bellas, hacia planos superiores de la evolución.
Y entre las que se aferran profundamente a las sensaciones de la naturaleza física y las
que conquistan la sublime ascensión para estadios edificantes, en el más allá, surge
una gama infinita de diferentes niveles.
Emergiendo en la espiritualidad, después de la desencarnación, se sufre al principio
el desencanto para todos los que esperaban un cielo teológico, fácil de ganar.
La verdad aparece con potencia renovadora. Padeciendo todavía una espesa
amnesia con relación al pasado remoto, que descansa en los poros de la memoria,
 aparecen los viejos preconceptos que chocan en nuestro interior, cayendo destrozados.
Suspiramos por la inercia que no existe. Exigimos una respuesta afirmativa a los
absurdos de la fe convencional y dogmática que reclaman la integración con Dios para
uno mismo, excluyendo pretenciosamente de la Paternidad Divina a los que no
compartan su estrecha visión.
De semejantes conflictos, a veces terribles y extenuantes para nuestra mente,
muchos de nosotros salimos o bien abatidos o sublevados para extensas incursiones en
el vampirismo o la desesperación; la mayor parte de los desencarnados, sin embargo,
poco a poco se acomoda a las circunstancias, aceptando la continuidad en el trabajo de
la propia reeducación, con los resultados de la existencia aparentemente encerrada en
el mundo, a la espera de la reencarnación que les haga posible recomenzar la
renovación…
Esas ideas martilleaban mi pensamiento, reparando en la tristeza y cansancio de mi
amigo Pedro Neves, devoto servidor del Ministerio de Auxilio
1
.
Participaba en expediciones arrojadas y valerosas en benemérita actividad, sin que
se le viese dudar. Veterano en empresas  de socorro, nunca mostró desánimo o fla-
queza, por más presión que le proporcionase el peso de compromisos y obligaciones.
En su última existencia fue abogado, donde demostró una extrema lucidez, en el
examen de los problemas que surgieron en su camino.
Siempre dedicado y humilde, ahora, sin embargo, presentaba sensibles alteraciones
de conducta.
Había estado con breves encargos en la esfera física, para atender, de forma más
directa, necesidades de orden familiar cuya naturaleza no me había sido posible
percibir.
Desde entonces, se mostraba reservado y desencantado, como los compañeros
recién llegados de la Tierra. Se aislaba en profunda reflexión y eludía la conversación
fraternal. Se quejaba de todo y alguna vez, en el servicio lloraba sin que asomase una
lágrima.
Nadie osaba preguntar lo que le causaba  tal sufrimiento, que emergía de lo más
profundo de su ser.
Busqué el momento más propicio, en un  período de descanso en el banco del
jardín, para que pudiese expresar sus sentimientos, alegando dificultades que me
preocupaban en torno a los descendientes que había dejado en el mundo y las
inquietudes que me producían.
Presentía que su tristeza se basaba en luchas domésticas que torturaban su alma, y
estaba en lo cierto, mi amigo mordió el cebo afectivo y desveló sus sentimientos.
Al principio, habló vagamente de las  aprensiones que asomaban a su espíritu
angustiado. Aspiraba a olvidar y alejarse; pero mientras… la retaguardia familiar en el
mundo le provocaba dolorosos recuerdos difíciles de borrar.

 – ¿Es tu esposa quien tanto te aflige? aventuré intentando romper su silencio.
Pedro me miró fijamente con dolorosa expresión y respondió:
– Hay momentos, André, en los cuales sería preciso profundizar en nuestras vidas y
analizar el pasado para extraer de él la verdad, solamente la verdad…
Meditó, sofocado por algunos instantes, y prosiguió:
– No soy hombre que me deje llevar por sentimentalismos, aunque aprecie las
emociones en su justo valor. Además, la experiencia, desde hace mucho, me enseñó a
racionalizar. Hace cuarenta años que estoy aquí y hace casi cuarenta años que mi
esposa me sumió en un absoluto desinterés del corazón. La dejé cuando todavía era
joven y Enedina comprensiblemente no podía mantenerse a distancia de las exigencias
femeninas.
Prosiguió aclarando que ella se unió a otro hombre, en segundo matrimonio,
convirtiéndole en el padrastro de sus hijos. El nuevo marido se apartó completamente
de la convivencia espiritual. Hombre ambicioso, administró ambas haciendas,
logrando multiplicar los bienes a fuerza  de astucia en arriesgadas empresas
comerciales. Y actuó con tanta liviandad que la esposa, antes sencilla, se apasionó por
el lujo, invirtiendo su tiempo en devaneos y coqueterías, hasta que se arrojó en los
desvaríos del sexo. Observando a su esposo ocupado en aventuras galantes de modo
permanente, en su posición de caballero rico y desocupado, quiso vengarse,
estableciendo para sí misma un desordenado culto al placer, sin ser consciente que se
perdía en lamentables desequilibrios.
– Y mis dos hijos, Jorge y Ernesto, fascinados por la riqueza con que el padrastro
compraba su servilismo, enloquecieron en el mismo delirio de dinero fácil y se
animalizaron hasta tal punto que no guardaron el menor resto de mi memoria, hoy por
hoy son acaudalados negociantes, en edad madura…
– Y tu esposa mientras tanto ¿dónde está en el mundo físico? –arriesgué cortando
una pausa larga para que la conversación no acabase.
Mi pobre Enedina volvió, hace diez años, abandonando el cuerpo por causa de la
ictericia, que le apareció como verdugo invisible, provocada por las bebidas
alcohólicas. La cuidé ensayando todos los procesos de socorro a mi disposición…
Me atemorizaba la perspectiva de verla esclavizada a las fuerzas viles a las que se
había unido sin percatarse; ansiaba retenerla en el cuerpo, como quien resguarda un
niño inconsciente en un refugio. Pero ¡ay de mí! arrebatada por entidades infelices, a
las que se asoció en su liviandad, en vano procuré proporcionarle algún consuelo, ya
que ella misma, después de desencarnar se complacía en el vicio, intentando una fuga
imposible de sí misma. No había otro recurso más que esperar, esperar…
– ¿Y los hijos?
–Jorge y Ernesto, hipnotizados por la riqueza material, se hicieron inabordables
para mí.







Mentalmente, no registran mi recuerdo. Intentando captar su simpatía, el padrastro
llegó a insinuar que no eran mis hijos, si no suyos por su unión con mi esposa, cuando
yo vivía en la tierra, y que Enedina, infelizmente, no llegó a desmentir…
El compañero esbozó una amarga sonrisa y dijo: 
–¡Imagínate! en la carne el miedo es común a los desencarnados y, en mi caso, fui
yo quien se apartó del ambiente doméstico bajo sensaciones de insoportable horror…
incluso así, la bondad de Dios no me arrojó a la soledad, en lo que se refiere a ternura
familiar. Tengo una hija de quien jamás me separé por los lazos del espíritu… Beatriz,
a quien dejé en la flor de la niñez, soportó pacientemente las afrentas y se conservó
fiel a mi nombre. Somos, por tanto, dos almas en la misma franja de entendimiento…
Pedro se limpió los ojos de lágrimas y añadió: 
–Ahora, con casi medio siglo de existencia entre los hombres, sumergida en el
cariño que consagra a su esposo y a su único hijo, se prepara para el regreso… mi hija
viene pasando sus días terrenales con el cuerpo torturado por el cáncer… 
–Pero ¿te atormentas por esto? La idea del reencuentro pacífico ¿no será un gran
motivo de alegría?
–¿Y los problemas, amigo mío? ¿Los problemas del grupo de la misma sangre?
durante muchos años, me mantuve al margen de las tormentas del navío familiar… me
hice al océano largo de la vida… ahora, por amor a mi hija me veo obligado a chocar,
con espíritu de caridad, a la irreflexión y al descaro. Me considero poco apto… desde
que me puse a la cabecera de mi hija, me veo en la condición de alumno debilitado por
la expectativa de errores constantes…
Se disponía a proseguir, cuando una urgente llamada al servicio nos interrumpió la
conversación, pero antes, con ánimo de calmarle, me despedí con el compromiso de
unirme a él en las tareas de asistencia a la enferma, de modo más intenso, a partir del
día siguiente.

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